Morning Sun. E. Hopper (1952) |
Despierto, me desperezo sentada en la cama mientras la perra con movimientos rápidos y silenciosos me da los buenos días. Los tres primeros pasos que doy hacia el baño van acompañados de los tres primeros golpes de rigor. Uno: contra el baúl, dos: contra la puerta, tres: contra el marco de la puerta después de esquivar al perro que corretea a mi alrededor. Enciendo la luz, me miro al espejo y mi pelo leonino en lugar de darle un aspecto felino a mi cara me trae a la mente uno de esos peinados versallescos, me sonrío y acerco la cara al espejo hasta dejar la nariz a medio milímetro de la superficie reflectante. Me miro como si fuera la primera vez que observo mi cara. Han pasado los años y la sigo viendo igual. A excepción de los enormes lunares que ocupaban mi mejilla derecha y me quitó un cirujano hace años. Mi presupuesto me permitía dos cosas ese verano, irme a Irlanda o sacarme esos manchurrones horrendos. Lo tuve claro.
Voy a la cocina, una manzana? No, mejor sandía que ya está abierta. Un café, un pedazo de pan con mermelada de fresas y un yogur. Lo coloco todo en la bandeja y voy a la sala a tomar tranquilamente mi desayuno mientras veo despuntar los rayos de sol cada vez más hacia el norte. Qué poco falta para San Juan! Después de esa noche, poco a poco el alba irá retrocediendo hacia el sur, y así hasta la navidad. Me llevo un pedazo de pan a la boca mientras mantengo la vista depositada en esos rayos que aún no ciegan. Hoy va a hacer un buen día y será un buen día.
El perro me mira desde el suelo con ojillos suplicantes. Le doy un trozo de sandía fresca que se lleva a debajo de la mesa, para comerlo tranquilamente. Quizá es algo que conserva de sus antepasados lobos, esconderse para que el resto de la manada no le quite su porción de presa.