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Eran las cinco de la mañana y el resto yacían sobre la arena, dentro de sus sacos de dormir. Se sintió sola. Palpó la espalda de Mario y notó como su saco estaba completamente mojado por el rocío, entonces arrojó el tronco que momentos antes había estado despellejando a la hoguera y removió los rescoldos para que el oxígeno entrara y avivara el fuego.
Oía las pequeñas olas que rompían en la orilla, la marea estaba muy baja debido a la gran luna llena que los estuvo acompañando esa noche. No era una noche diferente a otras muchas de ese verano, pero ella se sentía diferente.
Entonces se levantó del sitio que había estado ocupando toda la noche, notó como el viento soplaba levemente a sus espaldas. Aún así decidió darse un baño. Se quitó el suéter de lana, la camiseta, los pantalones, y por último la ropa interior. Cogió una toalla del montón que había sobre la nevera portátil y fue corriendo hacia la orilla. Cuando llegó a esa línea que divide la arena seca de la húmeda tiró la toalla al suelo y se acercó despacio a la mar. En el momento en que una ola rompió a sus pies, mojándola, notó con alivio que el agua estaba tibia. La única luz que había era la tenue luz de la Luna , suficiente para darse un baño y nadar un rato. Empezó a caminar mar a dentro levantando los pies, chapoteando, y descubrió entonces como miles de burbujas verdes fluorescentes la seguían como la estela de un cometa celeste. Introdujo la mano en el agua y la agitó creando más burbujas luminescentes. “Fósforo!”. Hacía tantos años que no veía ese fenómeno tan hermoso que una carcajada involuntaria salió de lo profundo de su garganta. Se echó a nadar jugando con su nueva y brillante distracción. Nadar en la noche, en una playa en la que no hay cerca una carretera o una casa que puedan manchar con su luz esa opacidad atercipoelada es una sensación única. Se giró, se puso boca arriba en horizontal, tensó el cuerpo y acostada en la superficie del mar, se dejó mecer por las leves olas. En una posición que más bien recordaba a un cristo se dejó ir, volando. Porque nadar es la única manera que tiene el ser humano de volar.
Abrió los ojos y vio que el cielo había cambiado de negro a azul, solo habían pasado unos minutos, pero el sol ya amenazaba con romper la fascinación en la que se encontraba inmersa. Notó como la mandíbula tomaba vida propia y le castañeteaban los dientes. "Va siendo hora de salir". Se acercó nadando hacia la orilla. Salió del agua y mientras se acercaba a la toalla, que ahora si veía formando un montículo, iba retorciéndose la melena para quitar el exceso de humedad.
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