jueves, 28 de abril de 2011

Allí quiero quedarme

Poco a poco y distraídamente iba despojando de corteza el leño que tenía sujeto entre las rodillas, tira a tira iba mondando el trozo blanco de abedul. Ensimismada en lo profundo de sus pensamientos lo último que deseaba era que alguien la arrancase de ese letargo mental. Una buena manera de evadirse de la dolorosa realidad era dejar la mente en blanco y sumergirse en la nada y con la ayuda del fuego, hipnótico y cálido.
Eran las cinco de la mañana y el resto yacían sobre la arena, dentro de sus sacos de dormir. Se sintió sola. Palpó la espalda de Mario y notó como su saco estaba completamente mojado por el rocío, entonces arrojó el tronco que momentos antes había estado despellejando a la hoguera y removió los rescoldos para que el oxígeno entrara y avivara el fuego. 

Oía las pequeñas olas que rompían en la orilla, la marea estaba muy baja debido a la gran luna llena que los estuvo acompañando esa noche. No era una noche diferente a otras muchas de ese verano, pero ella se sentía diferente.
Entonces se levantó del sitio que había estado ocupando toda la noche, notó como el viento soplaba levemente a sus espaldas. Aún así decidió darse un baño. Se quitó el suéter de lana, la camiseta, los pantalones, y por último la ropa interior. Cogió una toalla del montón que había sobre la nevera portátil y fue corriendo hacia la orilla. Cuando llegó a esa línea que divide la arena seca de la húmeda tiró la toalla al suelo y se acercó despacio a la mar. En el momento en que una ola rompió a sus pies, mojándola, notó con alivio que el agua estaba tibia. La única luz que había era la tenue luz de la Luna, suficiente para darse un baño y nadar un rato. Empezó a caminar mar a dentro levantando los pies, chapoteando, y descubrió entonces como miles de burbujas verdes fluorescentes la seguían como la estela de un cometa celeste. Introdujo la mano en el agua y la agitó creando más burbujas luminescentes. “Fósforo!”. Hacía tantos años que no veía ese fenómeno tan hermoso que una carcajada involuntaria salió de lo profundo de su garganta. Se echó a nadar jugando con su nueva y brillante distracción. Nadar en la noche, en una playa en la que no hay cerca una carretera o una casa que puedan manchar con su luz esa opacidad atercipoelada es una sensación única. Se giró, se puso boca arriba en horizontal, tensó el cuerpo y acostada en la superficie del mar, se dejó mecer por las leves olas. En una posición que más bien recordaba a un cristo se dejó ir, volando. Porque nadar es la única manera que tiene el ser humano de volar.

Abrió los ojos y vio que el cielo había cambiado de negro a azul, solo habían pasado unos minutos, pero el sol ya amenazaba con romper la fascinación en la que se encontraba inmersa. Notó como la mandíbula tomaba vida propia y le castañeteaban los dientes. "Va siendo hora de salir". Se acercó nadando hacia la orilla. Salió del agua y mientras se acercaba a la toalla, que ahora si veía formando un montículo, iba retorciéndose la melena para quitar el exceso de humedad.

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