martes, 9 de agosto de 2011

El barrio chino

La intriga. Ensor (1890)
Casi puedo verlo si cierro los ojos, lo oigo, lo huelo. Me dejo llevar a los años de la posguerra, mi mente vuela a los tiempos en que el hambre y la necesidad eran fruto de la cruel dictadura. Solo tengo que pasear por Ferrol Vello, levantar la vista hacia esas fachadas que se desmoronan piedra a piedra, teja a teja, cristal a cristal… mi alma se transporta a aquella época sin esfuerzo, porque desgraciadamente, la arquitectura de esas calles sinuosas, poco o nada ha cambiado.

El agua se encharcaba en los resquicios del adoquinado mal pavimentado. Los pequeños hoyos y los baches, reflejaban las luces del puerto como trocitos de un vidrio roto en mil pedazos. Las prostitutas se paseaban por el muelle, abrigadas del gélido viento con escasa ropa, y caminando sobre altos tacones, tarea harto complicada sobre un suelo tan irregular. Los marineros andaluces, vestidos de blanco, cantaban en la calle con los corazones encharcados de fiesta y alcohol. Para muchos, era su viaje iniciático, el que los convertiría en hombres. Para otros, sería la primera y quizá la última vez que saldrían de sus pueblos.
Puedo ver a una oronda madame sin dientes, carcajeándose como una gallina, ofreciendo sus muchachas a los hombres del mar. Puedo ver una pelea tras la esquina, un hombre embotado por el vino pega a otro mientras un corrillo los jalea. La calle está iluminada con farolillos de colores que arrojan a los rostros su luz espectral. Veo a un muchacho vestido de mujer, su mal maquillaje le dibuja una mueca triste de payaso. Un perro duerme en una esquina de un portal, esperando que alguien abra la puerta. Gritos, risas, música de un acordeón, ruido de cristales rotos, juramentos en mil idiomas…
Primero fue el muelle, luego el cuartel de instrucción, y más tarde, como compañero natural, surgió el barrio chino, oculto en las callejuelas serpenteantes de la ciudad vieja. Las luces rojas marcaban la calle principal, que arrancaba insolentemente del muelle. Mas tarde con el decoro hipócrita de la dictadura, se colocó un enorme edificio telón intentando ocultar el popular barrio, dando la bienvenida con una hermosa cara a los que llegaban a la ciudad por mar. A partir de ahí, el acceso a la calle se hacía atravesando una especie de arco triunfal colocado en los bajos de dicha edificación, una puerta que hacía que los habituales del barrio lejos de amedrentarse por ese marco arquitectónico, se sintieran como Jesucristo entrando en Jerusalén, como Tito llegando a Roma con el Arca de la Alianza y las menorah de oro.
Hoy en día, como un intento de dignificar, lo que en otro tiempo significó el pecado, lo sucio y lo miserable, la iglesia decidió convertir esta calle en el inicio del Camino de Santiago, en el inicio de un peregrinar hacia lo sagrado. Piensan que han puesto a habitar en esta calle un pedazo de Patrimonio de la Humanidad, de lo que no se dan cuenta, es que lo que antes aquí habitaba, también lo era.

Piel muerta

A tiras vamos arrancando la pátina que el tiempo va dejando sobre nosotros.


Niño espulgándose, Murillo (1650?)
Las postillas arrancadas dejan una pequeña herida en la piel, pero descuajándolas, por fin acabamos con la comezón que nos mortifica. Hartos de rascarnos en círculos en torno a esa costra, con cuidado para no arrancarla, esperando ansiosamente el momento en que esté en su punto para eliminarla. Sabemos que el picor es una molestia que merece la pena sufrir, porque si somos ansiosos y la arrancamos antes de tiempo, el dolor vuelve a nosotros y la herida tendrá que apostillarse y endurecerse de nuevo. Pero si esperamos estoica y pacientemente, el sacrificio será recompensado, la costra caerá sola y poco a poco saldrá a la luz la tersa, lisa y suave piel nueva.

Séneca decía algo así como “el tiempo cura lo que la razón no puede” y estoy convencida que, ante una herida abierta en el alma, lo único que hay que hacer es esperar que el tiempo nos distancie del golpe, lo haga borroso y lo difumine en la lejanía, hasta dejarlo como una leve sombra. A veces hay daños colaterales, impuestos que tenemos que pagar, y el tiempo se lleva con él detalles que no quisiéramos olvidar, como un tono de voz, una cara, un aroma…

viernes, 5 de agosto de 2011

"Vemos las cosas, no como son, sino como somos nosotros"

Stromboli, R. Rossellini (1950)
Solo sé escribir sobre las púas que desgarran la tersura de la vida. De los fallos e imperfecciones que se dibujan en una buena piel. Creo que la belleza de nuestra existencia reside precisamente en todo lo contrario, lo antiestético, lo vergonzoso, lo inmoral… si conocemos esa parte deforme de la realidad, sabremos identificar lo bello a cada paso. Respirar profundamente una mañana de verano y notar como la luz del sol llena los pulmones de energía naranja. Acabar esa inspiración con una gran sonrisa y ver colorearse las hojas de los árboles, una a una, apreciar como lentamente comienzan a contrastar con el cielo azul del fondo, diferenciar sus colores verdes, amarillos, marrones… Y todo eso gracias a la triste y oscura luz plomiza que en invierno inunda nuestras salas de estar y nuestras almas.

Las pasiones son el antídoto al aburrimiento. Los sentimientos, los impulsos, el ánimo, el humor… cuídame dios de las aguas mansas… siempre me ha gustado la gente que está viva y lo demuestra. La gente que sin vergüenza habla de sus entrañas. De lo que le corroe las paredes del corazón. Quien no ha estado nunca enamorado, no está vivo. Quien no ha dado nunca una bofetada, o la ha recibido, no me interesa. Para amar hay que odiar, para ser feliz hay que sufrir. Desecho las líneas rectas, no me interesan, la perfección siempre viene de la mano de la infelicidad, pero no es su fruto.

martes, 2 de agosto de 2011

Al norte del Norte

Soñaba con viajar hacia el norte, donde la luz es azul. Soñaba que se enamoraría de aquellas tierras y no querría volver más. Por dentro era como un paisaje boreal, y tenía la firme convicción que allí se sentiría feliz al fin. Sentía la necesidad de mortificarse con el frío, de purificarse. Tener una razón real para fatigarse al caminar, que las heridas de su alma se tradujeran en tez despellejada por viento álgido. Sus pensamientos alcanzarían una nitidez propia de la claridad glacial y por fin estaría todo en su sitio.  La ira del mar del norte azotando las rocas afiladas sería una medicina para el corazón.
Una vida simple y austera, envuelta por tablones de pino con la despensa llena de carne seca. Una vida en soledad,  en el fin del mundo. No es eso el cielo? pensaba