viernes, 17 de junio de 2011

Adiós!

Oía el crujir de la cadena de la bicicleta al pasar por los engranajes llenos de arena. Con el sol de frente y el aire abrasador quemando sus mejillas iba como cada tarde a refugiarse del viento en las rocas. Pero esa tarde era distinta. Esa tarde iba sola. Llevaba una gran sobrecarga granítica: una piedra en el estómago que se movía de un lado a otro hiriendo sus paredes; una piedra en la garganta que a penas le permitía tragar saliva, cada trago le hacía padecer un dolor indescriptible; una piedra sobre los hombros, que la hundía en si misma; una gran losa sobre el pecho que a penas de dejaba respirar.

Todo era él. Él que se había ido sin despedirse. El camino seco delimitado por gramíneas polvorientas era él. El mar azul destellante y cegador era él. Los cerezos inmensos, exuberantes, eran él. Cada piedra, cada bache, todo era él. Él.

Un golpe de viento levantó una nube de polvo forzándola a frenar la bicicleta. Con los ojos cerrados decidió no frotarlos con las manos, simplemente se abandonó al llanto. Y lloró, y lloró tanto que los ojos se le limpiaron. El llanto se transformó en hipo. Estaba tan agotada, cansada, exhausta, débil… podía sentarse allí mismo, en la cuneta, esperar a calmarse, fumar un cigarrillo, mitigar quizá el dolor lo suficiente como para volver a casa. Pero decidió seguir su camino, tenía que ir, porque allí se sentiría más cerca de él.

Castro e illa do Mourón. Ría de Ares
Al final del sendero se levantan los dos grandes montículos que conforman el foso la croa defensiva del castro. Un arrogante eucalipto, insolentemente descomunal había crecido envalentonado en el medio del foso cerrando casi por completo el paso. Alguien había colgado de una de sus ramas un cabo y de ese cabo un madero. Se bajó de la bicicleta y la empujó de mala gana a un lado, lanzándola con fuerza deliberadamente contra el suelo. El dolor estaba creciendo a pasos agigantados y la tristeza estaba replegándose dejando paso a la ira. Agarró el madero y escaló arrastrándose hasta la cresta del muro. Cuántas veces se habría columpiado en el castro? Los dos. Agarró la soga lo mas alto que pudo, y de un salto colocó el madero entre las piernas, sentándose sobre el. Cerró los ojos y se dejó llevar. El pelo se le apartaba de la cara para volver sobre ella violentamente, al compás del vaivén. Durante esos segundos la mente quedó en blanco, descansando, pero al final el trapecio se convirtió en el balancín de una decrépita mecedora. Y la pesadumbre volvió. Abrió los ojos y observó el enorme árbol, con la corteza agrietada y desconchada. Se preguntó cuántas veces se habían besado bajo su sombra?

Y de tanto mirar al árbol en el se dibujó una cara, y luego un cuerpo. Se acercó y lo vió allí apoyado, con una pierna flexionada y las manos tras la nuca. Sonreía como hacía siempre. Ella levantó una mano hacia su rostro y lo acarició. Entonces desapareció, pero esta vez para siempre.

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