sábado, 21 de mayo de 2011

Saltamontes de verano

El señor de las moscas. Peter Brook, 1963
Aunque los juncos que me llegaban al pecho se me clavaban en las piernas y la espalda, a veces haciéndome sangrar, solía ir a correr por el humedal. Abría los brazos en cruz y echaba a correr gritando. La única finalidad de este estúpido comportamiento era asustar a los miles de saltamontes marrones que se reproducían y alimentaban en el pantano. A medida que avanzaba salían disparados en todas las direcciones, cientos de ellos, sin rumbo, chocando conmigo y entre ellos. Eran de un color marrón muy claro, casi blanco. Me reía de los torpes animalejos que saltaban y a duras penas podían emprender el vuelo. Me encantaba ver como la vida que se escondía entre aquellas varas hostiles salía al exterior.
Era un sitio extraño, misterioso que siempre despertó nuestra curiosidad infantil. Las noches de verano, cuando debajo de la sábana, oía que desde allí, alguna hembra de zorro en celo gritaba recordándome a un bebé humano, y aún sabiendo que esos alaridos desgarradores provenían de un cánido, la noche me envolvía en episodios terroríficos donde mi imaginación volaba hacia un pasado remoto, a ese lugar oscuro y lleno de miedos absurdos que pervive desde nuestros orígenes como ser humano en algún lugar de nuestro cerebro. Eran muchos los misterios, y muchas las diversiones que ofrecía el pantano. Orientado hacia el norte y al abrigo de una montaña, nunca recibía la luz y el calor del sol. Estaba surcado por arroyos sinuosos que cuando bajaba la marea se convertían en caminos profundos y embarrados, entorpecidos por troncos y viejas barcas abandonadas y por los que yo imaginaba, se movían los cocodrilos africanos. A medida que la hora de la bajamar se alejaba, ese suelo embarrado empezaba a cuartearse dibujando profundas heridas.

Un verano decidimos hacer una cabaña en el punto más alejado, aprovechando un pequeño murete de piedras abandonado. Llegar allí era una aventura, ya que por el humedal no había caminos, lo que si habían eran profundas grietas invisibles por las que se podía colar una pierna si no ponías especial atención. La mayor parte de la tierra firme era tierra negra como el carbón, sujeta por los cepellones de los juncos que entre todos formaban pequeñas islas más o menos estables. Quizá la cabaña de aquel verano la montamos allí por la odisea que suponía llegar a ella, o quizá porque así la pandilla rival “los trogloditas” no podría destrozárnosla otro año más. Los trogloditas siempre montaban su centro de reunión en una cueva vegetal. Era una masa de toxo enorme en el que habían excavado una especie de madriguera, era una toba como la de los conejos pero a escala niño de diez años.

Nuestra endeble arquitectura hecha a base de ramas, cortezas de eucalipto y helechos, poco nos duró. En aquellos días, un chico joven decidió acabar con todo colgándose desde uno de aquellos árboles que daban cobijo a nuestra pequeña atalaya.

El lugar que me parecía tan hermoso, misterioso, y lleno de vida, me empezó a parecer oscuro, siniestro y sucio.

Nunca más volví.

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