viernes, 21 de enero de 2011

Los diecisiete

Todas las tardes  bajaba corriendo por aquel camino empinado, llegaba un momento en que mis piernas se volvían locas y me llevaban cuesta abajo. Aunque estaba el mar un poco lejos se podía oler el salitre los días secos. Se filtraba en nuestros pulmones y nos gustaba.

- Huele a marea- decía alguno de nosotros mientras inspiraba el humo  de uno de esos cigarros furtivos.
- Me parece curioso oler el mar, aún viviendo siempre a su lado. Dicen que el olfato es el único sentido que se acostumbra a los estímulos.

Los últimos rayos de sol de  la tarde se colaban por las rendijas de las contraventanas de madera. Las partículas de polvo que revoloteaban y el humo suspendidos en el aire dibujaban una línea de luz que se proyectaba en el suelo de roble gastado por los años. De vez en cuando un suspiro de aire se colaba entre las viejas ventanas y el antepecho de granito y esa linea se difuminaba. Se oía pasar un coche, un claxon, un contenedor que se cerraba de golpe, un cuervo graznaba timidamente y callaba.

Apuro el último cigarro y  hasta mañana.

3 comentarios:

Maritrini dijo...

eras unha porrera! :-P

pinkmist dijo...

jajajaj! como que porreeeeeeraaaaa??? tu no sabes lo mal que me sientan!!! venenoooooooo

Anónimo dijo...

hai moita cotiiiiilla!