jueves, 6 de enero de 2011

Niña

Cerca del canal
Cuando bajaba la marea el lago de agua salada se convertía en un inmenso arenal inabarcable por la vista de la niña pequeña que era yo. Era verano. Solía despertarme el graznido de los cuervos que se daban el festín en el campo de maíz. Abría los ojos y lo primero que hacía era ir a ver el lago. Si la marea estaba baja,  volvía nerviosa a junto de mamá, me sentaba en el banco, no me llegaban los pies al suelo, y me bebía un perolón de leche mientras organizaba mentalmente una de mis incursiones.

Me ponía un bañador, el uniforme diario desde la mañana hasta la noche. Poco gastaban en ropa de verano mis padres. Ni siquiera me calzaba, recuerdo las guerras diarias con mi madre para que, aunque fuera, me pusiera unas chanclas. Solo las puse una temporada, después de pisar una caja de pescado que había en la playa y clavarme una punta en la planta del pie. Tenía los pies “encoirados”, duros de andar descalza sobre la hierba, las rocas plagadas de arneirón, de subir a los árboles…

A esas alturas del verano estaba negra como un tizón, con las mejillas rojas y despellejadas, el pelo amarillo quemado por el sol y con mis enormes ojos azules saltones. Todos se reían de mis ojos, cuando alguien me conocía hacía siempre algún comentario sobre ellos, por lo  que fue el primer gran complejo que tuve. “Que ojos, mi madre!”, yo me imaginaba a mi misma con unas grandes luces de semáforo en la cara, o con las ruedas de la bici de carreras que tenía mi padre. Ahora creo que es lo único bonito que tengo.
Era ahora cuando comenzaba la aventura, cogía un cubo, un ganapán, y echaba a correr hacia el lago vacío, desflechada, como alma que lleva el diablo. Mi destino, las rocas, al otro lado del canal.

Al llegar a la arena lo primero que me encontraba era un pequeño arroyo formado por las corrientes, había que cruzarlo, pero yo prefería emular a los atletas y coger carrerilla, saltar, y aterrizar de rodillas. Pero esos aterrizajes míos no eran nada espectaculares, ya que en esa zona del lago la arena se había convertido en fango. Y así, enterrada hasta la cintura, cubierta de fango negro hasta las orejas comenzaba a caminar a duras penas. Es muy difícil caminar en el fango, sobretodo porque a veces, el pie hace vacío y se queda atrapado. Y tú tiras y tiras de la pierna que no se mueve ni un poco. El truco está en quitarla poco a poco, sin grandes tirones, moviendo el pie suavemente, así el fango que se endurece y hace vacío comienza a llenarse de agua que facilita que puedas salir. Cuando me pasaba esto, solía jugar a que era Ártax, el caballo de Atreyu, que me dejaba morir en las arenas movedizas del Pantano de la Tristeza. Y decía en voz baja y lamentosa “Atreyuuuuuuu, sigue tuuuuu, yo me muerooooooo”. Hasta que notaba moverse alguna anguila debajo de mis pies o de mi barriga, algo que me daba un poco de repelús, entonces seguía avanzando hacia las rocas que escondían “El Tesoro”.
En al lago, con la marea llena
Después de la zona de fango, el suelo se elevaba un poco y la arena cobraba una textura esponjosa, los pies seguían hundiéndose pero ya no en un lecho pegajoso y negro. En esta zona te podías tirar a plomo de espaldas que era como un colchón de plumas, además esta arena guardaba un secreto, debajo de unos pequeños agujeros de forma alargada vivían unos animalejos, los berberechos. Cogía dos, uno contra otro, culo contra culo, un giro preciso y crash, el bicho se abría y a la boca. Que  cosa mas rica por dios. Avanzaba fijándome en el suelo, parándome cada dos metros para cogerlos y dejaba un rastro de muerte y destrucción, de esqueletos berberechescos tras de mi. Iba cantando a gritos, y solía cantar una cancioncilla ridícula que decía algo así  "y a orillas de la mar, se enamoró de una sirena, morena, soñaba con viajar junto a su amada gaviota..."
El suelo se iba endureciendo, poco a poco, y aparecían las pozas. El lago, cuando comenzaba a bajar la marea, se vaciaba por un solo sitio, el canal. Esa gran cantidad de agua formaba corrientes que, muchas veces, hacían remolinos, esos remolinos con la bajamar nos dejaban una agradable sorpresa, las pozas. Unas pozas de más de dos metros de profundidad que guardaban agua caliente. Podías estar metido en una de ellas el tiempo que hiciera falta porque nunca te cogía el frío. Ahí solía aprovechar para lavarme el fango negro, que al contacto con la arena blanda me dejaban un color plateado en la piel. Brillaba como un pez, y como es de suponer, me encantaba. Una vez limpia, llegaba a los pies del canal. Si el lago estaba ya vacío de todo era fácil cruzarlo porque no llevaba corriente, si aún estaba vaciándose costaba un poco cruzarlo. Pero yo tenía mi truco, dejarme ir y avanzar el diagonal. Nada de brazadas. Nadar como si tal cosa que al otro lado iba a llegar, no sabía a que altura, ni cuando,  pero en algún momento llegaría.  Allá voy.
Una vez al otro lado, el lecho del canal era de rocas y pequeñas zonas de arena. De vez en cuando, en la arena, veía esos agujeros con forma de ocho que me fascinaban. Eran las puertas de las casas de los longueirones, yo no sabía cogerlos, pero había visto como se hacía. Con la marea baja, se les echaba un poco de agua en el agujero, igual que a los grillos, y también un poco de sal gorda. Poco a poco, el animalito pensaba que había subido la marea y asomaba esa pequeña nariz que tanto se asemeja a la del cerdo, entonces, zas! Lo coges. A veces se escapaba, tengo visto gente escarbando con el brazo hasta el sobaco, haciendo agujeros estrechos y profundos hasta coger al longueiron. Pero eso se escapaba a mis habilidades como cazadora, yo iba a por esos pequeños bichejos que se quedan atrapados en las pozas cuando baja la marea, los camarones.

Adoraba saltar entre las rocas, quedarme hipnotizada mirando la vida que guardaban las pozas, las anémonas, los pequeños lorchos, los patexos negros y cuadrados, las nécoras, las lapas, las minchas, los cangrejos verdes (me encantaba ponerlos frente a frente para que bailaran la muiñeira!!), y los camarones.

 Hay que decir que “cazar”, cazaba, pero el problema estaba en el camino de vuelta porque perdía mi presa cuando cruzaba el canal. Las corrientes, el agua, nadar sin soltar el ganapán y el cubo… una odisea, vamos… Además la mayoría de las veces le cogía cariño a algún cangrejo de esos verdes que tienen manchas negras en la concha y los metía en el cubo con los camarones, ejem…

2 comentarios:

Miss Amanda Jones dijo...

Me ha encantado leerlo de nuevo.

pinkmist dijo...

:D
se que mi madre lee el blog y lo publiqué para que lo lea